Transgénicos y riesgos en la alimentación mundial
El uso de
los OMG en agricultura se ha convertido en un elemento distorsionador en la
producción agrícola y supone un problema para la sostenibilidad
socio-ambiental.
Los derechos
de propiedad intelectual que se aplican sobre estos organismos modificados
suponen también una limitación al uso y gestión de recursos naturales
necesarios para la producción de alimentos, con lo que la distorsión es más que
evidente.
La ciencia
es un sistema poderoso de generación de conocimiento del que derivan productos
y servicios tecnológicos que actúan en nuestras vidas. Sin embargo, y, a pesar
de lo que muchos piensan y defienden, no es neutral, y no lo es porque no lo es
su financiación, ni los objetivos que se persiguen cuando se diseñan
determinados experimentos y no otros, o las reglas que operan en el traslado de
los resultados de investigación a los procesos productivos y su posterior
comercialización, o la aplicación de derechos de propiedad intelectual,
como las patentes.
Durante un
tiempo, cuando aún no se tenía la suficiente experiencia en el cultivo
de plantas transgénicas, la posición frente a ellas en agricultura se
apoyaba en aplicar el principio de precaución. Transcurrido el tiempo, es cada
vez más evidente lo que está suponiendo su cultivo, por ello ya no es tan
necesario acudir a ese principio, sino analizar las consecuencias de su uso,
los efectos socio-ambientales que ha conllevado y a quienes beneficia
económicamente.
La
producción agrícola con plantas transgénicas está fuertemente orientada hacia
un modelo de producción agrícola industrial regido por un mercado global donde
los productos agrícolas y sus transformaciones primarias viajan miles de
kilómetros desde sus lugares de producción a sus lugares de consumo, lo
que no es sostenible. Entre otros motivos, por la huella de
carbono, cuyo coste económico y ambiental no computa pero pagamos todos.
Grandes superficies de cultivo a nivel mundial y dependientes de gran cantidad
de insumos, en la mayoría de los casos monocultivos, que tienen más valor de
mercado. Se estima que la inversión necesaria para poner una planta transgénica
en cultivo comercial supone 136 millones de dólares y unos 13 años.
Son varios
los cultivos transgénicos que llevan tiempo en producción, como el cultivo de
la soja. Los principales productores de este cultivo, considerado
paradójicamente el oro verde, son EEUU, Brasil y Argentina y el porcentaje de
plantación proveniente de semilla transgénica es del 90% o superior. El 75% de
la producción mundial se dedica al forraje animal, a pesar que se sabe que las
dietas basadas en ingesta de proteína animal no son sostenibles, por la huella
hídrica y el uso de suelo requerido por caloría consumida.
Este modelo
está favoreciendo la destrucción de grandes superficies del Bosque Atlántico y
de la Amazonía brasileña y ha dado lugar a lo que en Argentina se conoce como
la «Sojización del Agro Pampeano». La intensificación de su cultivo ha
producido deterioro de suelos, disminución de la cantidad y calidad del agua y
efectos negativos evidentes en la biodiversidad. Ninguno de estos efectos es
sostenible ni asumible a largo plazo.
Han
aparecido plantas (que no malezas) resistentes al glifosato y se han
desarrollado variedades transgénicas con resistencias a más de un herbicida.
Usar dos herbicidas es menos sostenible que usar uno solo. Por cierto, esa
unicidad era una de las razones que justificaba la primera generación de soja
transgénica junto a la discutida benignidad del glifosato en comparación con otros
herbicidas más tóxicos.
En el
informe de 2014 sobre la Situación mundial de los cultivos
biotecnológicos las conclusiones que se extraen, responden, más o
menos, al siguiente argumento: cultivar plantas transgénicas es más sostenible
ya que al ser su rendimiento medio por superficie mayor, el cultivo requiere
menor superficie de suelo, se usa y deteriora menos agua, se afecta
negativamente menos la biodiversidad y se usan menos insumos que si se
produjese una cantidad similar de cosecha con agricultura convencional. Así,
según este punto de vista, estos cultivos contribuyen a una intensificación
sostenible que salva bosques y conserva la biodiversidad. Pero la realidad no
es ésta, por mucho que insistan en venderla así.
La industria
que opera con los OGM no está realmente interesada en resolver las causas del
problema alimentario que afrontamos por el crecimiento de la población, ni
tampoco en la sostenibilidad ambiental y social de
la agricultura, sino en demostrar cómo sus productos (las semillas
híbridas y transgénicas más los insumos asociados) son menos
malos que lo que hay.
Si
consideramos cuestiones socioeconómicas, y también en el caso de la soja, se
constata que las explotaciones dedicadas a su producción, en Norte y
Sudamérica, son mayoritariamente de escala industrial.
Lo que
propicia una concentración de la tierra en menos manos. Esto ha desplazado a
los pequeños y medianos propietarios, que trabajan extensiones de tierra por
debajo de las 100 hectáreas, en favor de los que disponen de más de 1000. En
relación al empleo, en algunas regiones argentinas se ha estimado que la
conversión a la soja ha destruido cuatro de cada cinco trabajos agrícolas (ver
informe 2014 de WWF “El crecimiento de la soja, impacto y soluciones”).
La lógica
entonces nos invita a pensar que los transgénicos no son el principal problema,
lo son quienes ostentan el control de su uso y hacen negocios con los OGM.
Vuelvo con ello a la reflexión inicial de que la investigación científica, sea
en transgénicos o en otros campos, no es ni neutral ni inocua. El poder del
oligopolio que concentra la producción de material vegetal de reproducción es
grande, y se ha dotado de un sistema de patentes que rige y controla la
industria biotecnológica. Tras de lo cual, los diferentes tratados comerciales
firmados al amparo del proceso de globalización desde los 90 del siglo pasado
hasta la actualidad han hecho el resto.
Un ejemplo
ilustrativo: Si decidiera algún investigador, por su cuenta, poner a
disposición del mundo, plantones de alguna planta transgénica con frutos
mejorados, sería muy improbable que lo consiguiera. La razón es haber empleado
para desarrollarlo, métodos y materiales que otros han patentado
internacionalmente y que, aun permitiéndose la investigación y publicación, al
querer producir, aparecerá la reclamación de los derechos de propiedad.
Habría que negociar y pagar a obtentores de varias patentes, desde las
metodológicas hasta las que tienen que ver con el empleo de los genes.
Existen
patentes del uso de todas las aplicaciones prácticas conocidas.
Es realmente
preocupante el hecho de que se haya permitido patentar semillas como si fueran
un invento, una nueva máquina. Las semillas cultivadas, además de seres vivos,
son un recurso renovable, como el agua y el suelo. Los tres son imprescindibles
para la producción de alimentos. Y además son patrimonio de todos, las semillas
cultivadas encajan en la categoría de los bienes comunes, como nos
enseñó la premio Nobel de Economía 2009, Elinor Oström. No son ni del
estado ni del mercado, su custodia es de las personas que han sido, son y
serán.
Tienen en
común con el agua, que son un recurso que fluye en el tiempo y en el espacio.
En el caso de las semillas agrícolas, algunas cultivadas miles de años por
generaciones de campesinos, la diversidad de especies y variedades disponibles
ha resultado de las decisiones de los agricultores al seleccionar semillas para
el siguiente cultivo, además de cruces genéticos fortuitos, de los procesos de
adaptación de los cultivos a manejos y condiciones ambientales locales,
intercambios, etc.
Esta
agro-biodiversidad está en grave peligro por un efecto colateral de la
revolución verde del siglo pasado, que concentró sus esfuerzos en muy pocos
cultivos y variedades que desplazaron muchas especies y variedades
tradicionales al ser menos productivas cuando los insumos no son limitantes o
por no tener mercado suficiente.
No parece
que una agricultura biotecnológica con empresas que defienden que las semillas
son suyas y sólo suyas por el mero hecho de haber implementado una mejora
biotecnológica en variedades o cruces de variedades previamente existentes,
contribuya a frenar esta erosión genética. De hecho, la acelera y
es vergonzoso y siniestro que los agricultores puedan ser perseguidos
legalmente si usan estas semillas más de una cosecha porque incumplirían los
compromisos contractuales que se ven obligados a firmar para adquirirlas.
Semejante actitud empresarial pone de manifiesto que las multinacionales ven a
las semillas, transgénicas o no, como un producto de un solo uso que hay que
volver a comprar cosecha tras cosecha, exactamente lo mismo que el glifosato.
Algo que
está en profunda contradicción con la propia naturaleza biológica de las
semillas y con el derecho de las personas a acceder a los recursos naturales.
Cobrar regalías durante un tiempo razonable por un desarrollo tecnológico que
suponga una mejora de unas semillas cultivadas, o sea, pagar por ese servicio,
se podría entender. Sin embargo, permitir la patente de semillas es propiciar
que una entidad privada con ánimo de lucro se apropie de un bien común al que
tenemos derecho de acceso y custodia, todos. Estas patentes de semillas
transgénicas son un precedente negativo, que junto a la comercialización de
híbridos y la promoción de marcos normativos que limitan el uso comercial de la
auto-producción de semillas, van en la dirección de traspasar a las manos de
unas pocas empresas el control de este recurso estratégico del que depende la
alimentación presente y futura.
La tercera
revolución verde de la que escribió el profesor García Olmedo a finales del
siglo XX ha potenciado los defectos de la segunda revolución. No ha contribuido
a cambiar cultivos y modos de producción que no respetan los límites de
crecimiento del planeta,
El debate se
mueve del agro-negocio a la agro-subsistencia y la pregunta es ¿quién le da de
comer al mundo?
Según
estimaciones contenidas en informe de la FAO y basadas en datos obtenidos en 30
países, la alimentación mundial se sostiene a expensas de unos 570 millones de
explotaciones, de las cuales un 80% son pequeñas granjas familiares que
producen el 80% de la producción mundial. Otra estimación más reciente basada
en una aproximación metodológica diferente que incluye a 105 países, estima que
el 93% de las explotaciones agrícolas mundiales son fincas familiares y suponen
el 53% de la tierra dedicada a producir alimentos. Hay evidencia empírica de
que las explotaciones pequeñas producen más por hectárea que las de mayor
superficie.
También son
diversas las especies cultivadas y los tipos de manejo. El destino de su
producción puede ser la subsistencia pero también, de forma complementaria o
principalmente, el mercado local. Lo que también va en la dirección de otro de
los retos que debemos conseguir que es re-localizar la producción de
alimentos.
Esta
re-localización supone mayor seguridad alimentaria (objetivo ONU-FAO) y también
más soberanía alimentaria, algo reivindicado por movimientos de agricultores
internacionales como Vía Campesina.
Los poderes
públicos y las instituciones internacionales deben diseñar políticas que
aseguren la conservación y la potenciación de las explotaciones familiares
mediante marcos normativos que las favorezcan y dedicando recursos de I+D a
mejorar su gestión. Brasil cuenta con un modelo bicéfalo, por un lado el modelo
industrial con cultivos transgénicos pero también ha potenciado su agricultura
local que está dirigida al mercado local y que supone, según datos del 2009, un
70% del consumo doméstico de alimentos en el país.
Hay una
agricultura empresarial donde la producción es considerada un producto
industrial más de los mercados globales y otra agricultura que produce
localmente alimentos y no debe estar reñida con que los agricultores puedan
ganarse su vida dignamente ejerciéndola. Esa agricultura es fundamental porque
da de comer a la gente más pobre, está localizada, es más resiliente y
eficiente termodinámicamente al consumir menos energía por caloría de alimento
producido.
Las
tecnologías no son buenas ni malas, más bien tienen riesgos y ventajas que
dependen de su modo de utilización y de a quienes beneficia. Por cuestiones de
mercado y modelo de negocio, las semillas transgénicas requieren para ser
económicamente rentables cultivos que ocupen grandes superficies. En este
contexto, son una pieza más de un modelo de producción agrícola de tipo
industrial concentrado en pocas manos. Este modelo de producción de alimentos
es deslocalizado, muy dependiente de insumos y energía y en él prima el
condicionante económico. Como efecto colateral, desvaloriza económicamente y
desplaza otros modelos de producción, desarrollados en pequeñas explotaciones,
más diversas y más sostenibles social y ambientalmente cuya producción y
consumo de alimentos está localizada.
Estos
modelos de producción de alimentos familiares contribuyen en la actualidad más
a la alimentación mundial con menos consumo de energía fósil; y pueden ser
determinantes para superar los retos que enfrentará la alimentación en los
próximos decenios. Por ello deben ser potenciados y protegidos frente a
aquellos intereses que priman una visión economicista, como los que están
detrás del uso de plantas transgénicas en la agricultura actualmente.
Artículo
publicado originalmente en el Diario
Responsable el
26/06/2016.
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